lunes, 10 de septiembre de 2012

Cae el cielo, caen las estrellas


                 Aunque a simple vista no lo pareciese, a sus ojos era la más bella criatura que Dios pudo crear.
Cada milésima de segundo mirándola era una eternidad en la reflexión, pues los perfectos rasgos de su rostro, infundían una calma, una estabilidad en todo aquello que lo rodeaba. De hecho, el paisaje era espléndido, hermosos sauces llorones luchaban por un hueco en el pequeño terreno del parque, donde los pocos, por no decir inexistentes bancos, acuciaban a sentarse en el cómodo y verde césped que el suelo ofrecía. La calma de la noche acompañaba al inquietante llanto de la muchacha, que a su vez era entrecortado por las ligeras convulsiones y las constantes inspiraciones de la nariz. Para él tenía otro aspecto, las lágrimas eran oro puro que nacía en el seno de sus verdes ojos, y discurrían como un breve río hasta alcanzar las comisura de sus finos labios para acabar regando la fértil hierba; sus convulsiones inflamaban su pecho, haciendo resaltar su figura. Su cabeza gacha con el oscuro  cabello ocultando su fino rostro, daba una cálida sensación de recogimiento, lo que hacía ahondar más aún en la acuciante idea de ensartar su gélida hacha justo en el lugar en el que quedaba la raya del pelo.

                Como una tempestad, alzó su pesado cuerpo de la hierba, agarrando fuertemente su arma. Las luces de los coches le cegaron, haciendo perder todavía más ese resquicio de conciencia que por el momento poseía. Avanzó lentamente, muy lentamente, disfrutando ese placer que le proporcionaba el viento fresco en su pálida tez, restregando la mano por el mango del pequeño hacha de mano, sintiendo la madera en sus palmas, notando como las astillas atravesaban su piel; “la delicia de la muerte, otra alma que está llamando a las puertas, el tormento tanto para mí como para los demás”. Su camisa ondea al viento, abierta al frío de la oscuridad; “el frío está por llegar, aclamad a vuestro dios, seres inmundos, pues las penurias que pasareis, todavía están por llegar, cada paso más cerca de la muchacha, que su destino está por venir”.

                Ella sigue sentada, llorando, esperando pronto el fin de una forma paradójica, sin saber que la muerte pronto caerá sobre su hermosa cabeza. Oye un ligero rasgueo tras ella, lo que le hace girarse en el momento exacto en el que el hacha corta el viento, cae haciendo vibrar los árboles a su alrededor. Los sauces hacen caer sus hojas mientras un charco de sangre se extiende alrededor de un cuerpo caliente, abierto. Él aspira, intentando cazar el alma que rauda pretende escapar hacia su morada; “llorad, árboles míos, que no será esta la última víctima que ha querido cruzarse en mi camino, y tampoco ha sido la primera, aunque a bien tendréis en vuestras mentes que este tormento es disfrutado por cada uno de los cuales ella ha dañado. Llorad por mí y mi tormento, y no por ella”.

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